El regreso de las hojas, por Cris A. Jopia
Todo el mundo se mueve por el lenguaje. Pensar que a Kurisu le hizo recorrer 17350 kilómetros parece imposible para un área de conocimiento tan subvalorada. Cada día camina por los pasillos fríos de la Universidad de Tohoku escuchando conversaciones de las que entiende solo un 20%. Y sigue poniendo números, cifras y estadísticas a cada cosa que se le atraviesa. Debe ser la costumbre de usar la lógica algebraica por tanto tiempo, disciplina que solo ha servido para encadenar a las mentes que vuelan.
Mientras Kurisu transita desde el
laboratorio hacia el pasillo que conecta con el patio de la universidad, le
abordan pensamientos tan veloces como los Shinkansen que recorren este país.
“¿Cómo me puede mover algo tan lejano a mi?” - se pregunta constantemente.
Kurisu pensaba que el lenguaje solo era una herramienta comunicativa. Emisor,
receptor, mensaje, contexto. Cuestionaba constantemente su bajo desempeño en
todos estos dominios. Hasta que se dio cuenta que el problema es que olvidaba
constantemente el canal. Se forzaba a utilizar las formas de expresión
consideradas correctas, haciendo sonar su voz desagradable y monótona. Hasta
que descubrió que su lenguaje estaba compuesto de un teclado, un lápiz, una
pantalla, un papel. Análogo y digital. Imaginación y realidad.
De un momento a otro Kurisu se encontró en
medio de un bosque. Al parecer había perdido la noción del tiempo entre tantos
pensamientos. Antes de que la espesa niebla terminara de ocultar la silueta de
los edificios de la universidad a la distancia, alcanzó a reconocer que estaba
en el bosque de Aoba. Siguió caminando por este sendero desconocido y comenzó a
adentrarse cada vez más en él y su niebla. Luego de caminar un par de metros
más, volvió a perderse nuevamente en su cabeza.
Entonces Kurisu supo que debió haber
escuchado con más atención. Debió haber escuchado a la profesora que le mostró
oportunamente “Harry Potter y la piedra filosofal”, justo en el momento en que
comprendió que también viviría su vida en la orfandad. Esa profe que le hacía
cariño con los libros e historias que le mostraba. Que le acogía con su risa,
con sus aros, collares y pulseras gigantes y sonoras, y sus lentes siempre
puestos en la cabeza en vez de sus ojos. Quizás quería transmitir un mensaje:
ver a través de la imaginación.
Debió haber escuchado a la profesora que
le enseñó a diseccionar minuciosamente la estructura de una novela, como si
fuese la autopsia de quien la había escrito, en búsqueda de la idea principal
que aquella mente quería transmitir. Una vez obtenida, debía dibujarla en un
cuadernillo doble oficio junto con el resto de sus partes, resultando en una
especie de montaje entomológico. La mirada de mantis religiosa de la profesora
aparentaba ser fría, pero Kurisu aprendió a leer en sus labios la aprobación a
su trabajo. Se comunicaban y elogiaban entre sí, sin intercambiar palabras.
Debió haber escuchado al profesor que
parecía una mezcla rara entre bailarín afro de música disco de los 70 y Mr.
Satán, quien le introdujo al funk de la literatura. Bailaban en sincronía al
compás de Manuel Puig, Juan Rulfo, Vicente Huidobro y Ernesto Sabato. Kurisu
era la estrella, La Mujer Araña en esa pista de baile. Nunca más volvió a
sentirse así.
Luego de eso, Kurisu pasó 15 años
deambulando entre números, le envolvieron fórmulas y ecuaciones. Álgebra sin
sentido, donde es fácil probar que dos más dos son cinco. Pero bastó una
palabra para despertarle y liberarle de este falso hogar: ¡Autista!.
Se reincorporó en su caminata disociativa
por el bosque de Aoba y de reojo vió una silueta familiar. Se volteó a mirar
con detenimiento y se encontró con una mujer de vestido negro floreado, sentada
encima de una roca que parecía el caparazón de una tortuga galápagos. Trató de
reconocer su cara, pero no logró distinguir quién era, solo que la
configuración entre nariz, ojos y labios le parecía conocida. A continuación la
mujer, en un tono de voz que parecía mecer suavemente las hojas, le dirigió la
palabra: “Aquí vengo a sumergirme en estas plantas, enredaderas y árboles. Las
riego día a día con el poder infinito de cada palabra. Las veo crecer, las veo
moverse, te veo a ti en cada una de ellas. Y por fin estás aquí, de vuelta,
luego de tanto tiempo”. Kurisu sabía que ya no seguiría cometiendo el mismo error,
no se dejaría enredar por la normalidad nuevamente, por lo que decidió quedarse
escuchando y contemplando a la mujer que le enseñaba cómo cada hoja, cada
tallo, cada tronco forman parte del lenguaje. Mientras la niebla se volvía cada
vez más espesa, Kurisu encontró su lugar en el bosque.
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